martes, 20 de julio de 2021

Por otras huellas, Dalmiro. Poesía y folklore en las tardes amarillas (fragmento)

 

Siento que soy en mi tierra


Muchas veces me pregunto, cuando vuelvo a las imágenes de aquel Romancero memorable, si las tardes amarillas de Dalmiro Coronel Lugones han sido solo una feliz alegoría de las tardes santiagueñas, o si las tardes en Santiago se han vuelto un efecto cromático del Romance, una invención inesperada, la incidencia impredecible de la posición de un color. En este misterioso juego de espejos que se copian las miradas, ¿el poema es metáfora de la tarde o la tarde del poema? ¿Qué trama es esta de palabras, de soles y de tiempo? El color amarillento que destilan aquellos versos, ¿ha teñido de este a oeste y para siempre, la piel languidecida del sol meridional?

Está grabado en nuestras retinas. Las tardes en Santiago se desgranan de amarillo. 

Apenas empezado el siglo veinte, en la ciudad de La Banda, el 6 de julio de 1919, nace un santiagueño que diera para siempre el color a las tardes de esta tierra. Se llama Dalmiro: “Aquel que es ilustre por su nobleza”, según cierta onomástica popular. Dalmiro Coronel Lugones, un bandeño consagrado poeta por la devoción telúrica de su pueblo nativo, por los artistas folklóricos que le pusieran música a sus versos, por las escuelas, por los certámenes literarios siempre ganados, por el paisaje que se vuelve malambo octosilábico y suele venirse vidala de verso menor en los ocasos.

Hijo de don José Pio Coronel Lugones –de quien se dice fuera descendiente del héroe de la Independencia, coronel Lorenzo Lugones– [1] y de doña Anselma Coronel, Dalmiro, el mayor de ocho hermanos, ha sido un talento precoz que a los nueve años habría compuesto una prosa dedicada a su madre y a los once años ya escribía poesías, según testimonio de sus hermanos.

No conozco a nadie que le quepa mejor el epíteto de “poeta laureado”. Incontables y eternos, los laureles: Premios y distinciones a granel y el reconocimiento en vida de su gente, aclamado en el mundo del folklore por sus poemas musicalizados.

Según una semblanza de La Banda Diario, de fecha 10 de agosto de 2011, “fue laureado en más de veinte certámenes poéticos realizados en el país” y “han quedado cerca de 450 obras inéditas”. Según algunos testimonios, como el del Señor Omar Estanciero, quien investiga las biografías de los folkloristas santiagueños, Dalmiro Coronel Lugones habría recibido treinta y dos premios en concursos literarios. Más allá de la cantidad, que en cualquier caso es abrumadora, ha recibido, entre otros, el primer premio del diario "Clarín" en 1960, por el poema “Romance del canto nativo”; Primer Premio de la Agrupación Argentina de Poetas, Capital Federal, en 1966, por “Romance de mis tardes amarillas”; en 1969 le adjudicaron el Primer Premio en el tercer certamen para guiones del norte, organizado por el departamento de audiovisuales del Consejo de Difusión Cultural de Tucumán, por su libreto cinematográfico para cortometraje titulado "La Leyenda del Crespín", en colaboración con Ricardo Dell'Aringa. Además ha sido condecorado en 1953 por el Gobierno de España, con la Cuz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, por su obra de acercamiento cultural hispano-argentino. Sea cual fuere el número, es evidente que han sido fuera de lo común, los galardones recibidos.

Llama, sin embargo, la atención los silencios que atraviesan la biografía y la obra de Dalmiro Coronel Lugones. Digo silencios, no digo olvidos. Los olvidos han sido piadosos con este hombre. Se lo recuerda siempre. En el folklore, sobre todo, por la popularidad de sus canciones, un nonbre consagrado en la memoria identitaria del pueblo santiagueño. Tiene su lugar de privilegio en la galería de los próceres de nuestra tradicion. Calles, escuelas, bibliotecas e instituciones de la cultura llevan su nombre, memoria obligada de su sombra inmortal y al mismo tiempo escurridiza. Por eso insisto en que su recuerdo es un prodigio de laureles. De lo que hablo es de un silencio crítico y biográfico. La crítica literaria todavía no acusa recibo del envío de esta obra y ningún biógrafo se ha dado a histórizar una vida que promete un derrotero de giros y de intrigas. No hay un solo estudio dedicado a su obra, y en los estudios críticos generales, tanto de la literatura santiagueña como de la literatura del Noroeste, ni siquiera se lo nombra, aunque hay que reconocer su inclusión en algunas antologías, especialmente por parte de Alfonso Nassif en su Antología de poetas Santiagueños. Es verdad que la escasez de los estudios críticos es una característica de las literaturas de provincia, pero no es menos evidente que en Santiago ha prevalecido la predilección por los autores de La Brasa, cuyas poesías se desplazan en las aguas de una estética menos popular, alejadas de la tradición oral y del estilo romancero. Todas las notas biográficas que he encontrado hasta ahora reproducen, en más o en menos, la reseña de solapa que hay en sus libros, sin casi agregar una sola línea. Nadie hasta ahora se ha tomado en serio la tarea de hacer hablar a esos silencios de alto voltaje que enmudecen la figura de Dalmiro. En esos silencios hay una velada enunciación que pide ser interpretada. ¿Qué razones llevarían a guardar en baúles de silencio una obra consagrada por el pueblo santiagueño? ¿Por qué motivos la crítica y el campo académico han decretado su mudez sobre una voz que no deja de hablar en la poesía? ¿Cuales son los prejuicios y las sospechas que alientan ese silencio?

Tal vez podamos reconocer algunos. Perturbadores, unos; maliciosos, otros; hay una constelación de escrúpulos y de sospechas que inquietan a la crítica y a la elite de lectores. Podemos en todo caso conjeturarlo.

Propongo tres conjeturas.

Prejuicios frente al folklore. La poesía de culto se muestra en ocasiones renuente a habitar en la vecindad de las zambas y chacareras, por el temor a ser sorprendida en territorio inculto y bárbaro, porque pierde la distinción y la nobleza de clase, con la que se autopercibe.

Prejuicios frente una vida bohemia y libre. Las formas, costumbres y elecciones de vida alejadas de las convenciones urbanas y sociales, no siempre son bien recibidas en una sociedad tradicionalista y conservadora. A Dalmiro se lo rescata como un guardián de la santiagueñidad y de la tradición, a la vez que hay un juicio en reserva sobre una vida personal que rompe los códigos conservadores. Intimidades de su vida privada se han vuelto un secreto a voces, que al mismo tiempo nadie está dispuesto a reconocer públicamente, por no menoscabar una imagen ilustre, ni legitimar prácticas que van en sentido contrario a la moral burguesa de provincia. Es este el sentido de la ausencia de su nombre en toda lista de “notables”. Lo cierto es que el reconocimiento de la sociedad santiagueña se ha mostrado siempre ambivalente, celebrando, por un lado, su impronta como baluarte de tradición y, por otro lado, ocultando la divulgación de su vida personal, incluso, el conocimiento de las circunstancias de su muerte, sobre la cual se cierne un mutismo de cripta.

Sospechas frente a una produccion de frontera. Demasiada erudición para ser folklore, demasiado folklore para ser literatura; sospechas también sobre las formas poéticas (el octosílabo, las cuertetas de rima asonantada al estilo de las coplas), demasiado rígidas para una época cuya tendencia ha sido rupturista, especialmente la estética de vanguardia que se había alimentado en círculos como los de La Brasa. 

            Como Cristóforo Juarez, como Felipe Rojas, el bandeño es una de las muchas voces de un movimiento que arraiga con firmeza en la cultura popular, sobre todo del interior. Una obra que transita la región difusa, adonde se entrecruzan y se confunden la poesía y el folklore. Con demasiadas resonancias de guitarra y bombo, vahos irrespirables a vino trasnochado y palmas al ritmo de la chacarera, lo que despierta las sospechas y el recelo de la crítica académica más purista. No obstante, Dalmiro sigue abriéndose paso entre las zambas y baladas que reproducen sus poemas, en los recitados, en la memoria de los cultores de la poesía santiagueña.


L, C. 



[1] Aunque que esta descendencia sea dudosa, no deja de ser una referencia de valor interpretativo para su obra poética –con independencia de la fidelidad del dato– en la medida en que el propio autor autoadscribe a este linaje en sus versos.

jueves, 8 de julio de 2021

Luis Alex, poeta de Chilecito, in memoriam

 

Nunca nos hemos visto personalmente. No conozco tu presencia, ni tu voz sin mediaciones, ni la calidez de tu cercanía. Nos presentamos por teléfono, algo frecuente en estos tiempos de nichos y distancias. Me llamaste para que coordináramos un evento poético y hablamos una hora. Coincidimos en nuestras opciones estético literarias. El abuso del teléfono se vio aminorado por la calidez de tu charla. Después nos encontramos en una grabación remota de un conversatorio. Me mandaste por teléfono algunos poemas extraordinarios y agradeciste una nota mía sobre un tema que era un interés en común. Quedamos en que cuando pasaran estos tiempos íbamos a buscar ocasión de reunirnos y celebrar con alguna copa. Esa promesa no llegará al menos en esta tierra porque vos, Luis Alex, poeta afincado en Chilecito, has fallecido hoy, según un mensaje que me llega. Me desencuentro con las palabras. Respiro hondo y escribo.

Luis, esperame en algún lugar perdido entre los sueños. No sé cuánto voy a tardar, pero tené listas las copas porque llego, tarde o temprano llego al corazón de esa metáfora innombrable.





Canción del fusil de pajaritos que dispara al nacer

Luis Alex (1957-2021)




viernes, 28 de mayo de 2021

Todos los cuentos el fuego. Carlos Manuel Fernández Loza y la llama del narrador




Fue una especie de lobo solitario. Un creador en el silencio y en la medialuz de una soledad de escasas cercanías.

Reacio a los cenáculos, agrupaciones, academias y formas gregarias de tramitar la literatura, Carlos Manuel Fernández Loza se hizo solo entre miasmas autodidactas; como lector, primero, refinado y voraz lector; como escritor, después –-si se puede hablar de un “después” –, un escritor casi sin parangón en estas latitudes.

Perteneció a una generación de narradores de estirpe que alcanzó su madurez alrededor de los 80, entre los que encontramos a Dante Fiorentino, Alberto Alba, Raúl Lima, Julio Carreras, entre otros. Todos cultivaban el cuento como género supremo y lo han llevado a intensidades desconocidas en nuestra literatura del Noroeste.

Lo vi por última vez en el año 2005. Nos cruzamos en la calle. Nos saludamos y nos demoramos en una charla. Me dijo que se iba para el viejo bar Los cabezones para darse un momento de recogimiento y de goce. Me dijo que estaba por publicar un libro de ensayos. Me dijo que lo iba a titular simplemente “Ensayos” y, ante mi mirada desorientada, me dijo con la cara llena de luces: “¡Essais!... ¡como Montaigne!” y me cayó entonces la ficha de la sutileza prodigada. Entiendo que es el libro de publicación póstuma “Ensayos sobre literatura y cultura” del año 2006.

Si hubiese sabido que era la última vez que lo veía, me iba con él a sacarle una de aquellas charlas imperdibles que acostumbraba a dar en una mesa de café. Pero no. Yo no podía saberlo y él se fue sin despedidas y me dejó su voz inconfundible, empotrada en algunos libros que laten en mi biblioteca.

No fuimos amigos. No es la palabra capaz de definir ese vínculo. Fuimos dos presencias solitarias que se observan en la distancia y, desde esa distancia, me enseñó –y me sigue enseñando– muchísimo más que si hubiese estado siempre cerca.

Su pluma es la más exquisita de los últimos tiempos y todavía no se han revelado muchas de sus claves.

Carlos Manuel Fernandez Loza ha transitado con destreza por casi todos los géneros, pero sobre todo es un narrador, un encendido narrador. La cadencia del relato es el agua en que se mueve como con sus mejores artes.

Sus cuentos son la combinación equilibrada entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo cándido y lo truculento, lo regional y lo universal. Son las historias que les ocurren a nuestros vecinos o a nuestros parientes en el propio zaguán de nuestra casa. Pero esas historias casi cotidianas, se re-narranan con un estilo exquisito que combina el habla coloquial con giros inesperados de la mejor poética y una erudición fresca, limpia de toda ostentación gratuita. El deslumbre de su pluma acaso no esté en las historias mismas, sino en el abordaje narrativo, en el modo sutil de narrarlas, en la arquitectura de los textos. Dueño de una exquisita prosa de largo y sostenido aliento, escribía con un fraseo jadeante, torrencial, cargado de tonos y de luces, impredecible, voluptuoso.

Escribió poco, es cierto. O no. ¿Cuál es la “medida” de un escritor en los márgenes? Escribió lo suficiente, en todo caso. Alcanza para posicionarlo como uno de los mejores narradores de la literatura del Noroeste.

Al cabo de un puñado de cuentos publicados en diarios y revistas, se estrena con un libro que conjuga el imaginario popular santiagueño, con sagas universales que desbordan cualquier delimitación geográfica. Hablo del libro de los cuentos Para el fuego de 1987, título que evoca la leyenda de la Telesita, Telesfora Castillo. No aquella Telesita que todos conocemos y que celebra tanta chacarera, sino una Telesfora otra y a la vez la misma, tras una metamorfosis estética y social; alguien que sale de las profundidades de nuestra propia ruina, que tiene la voracidad del fuego y el resplandor de la noche, el ardor del deseo colgado en “la manga mota” y la voluptuosidad del crimen. Despojada del ropaje mítico con que la tradición oral la ha investido, se inscribe en los trazos de una mujer moderna, glamorosa, urbana, transgresora, mortal, erotizada. Hay una traspolación simbólica muy fuerte en esta operación sobre el mito, que vamos a ver repetirse en otros textos.

El libro se publica en una versión muy artesanal en el año 1987. Aparentemente habría una edición anterior con el nombre de “A ver pasar el tren”, en el año 1983, pero ese rastro es casi inescrutable.

En 1991 publica una miscelánea con el nombre de De libros y melancolía.

Diez años después de Para el fuego, aparece Casas enterradas, en 1997, monumental novela que lleva a sus últimas consecuencias el refinamiento de su prosa a la vez que conjuga una experimentación no menos audaz que rigurosamente calculada, sobre la expedición de Diego de Rojas o “primera entrada” española en la región del Tucma.

Se publicaron además dos libros póstumos Ensayos de literatura y cultura en el 2006 y El lugar y la hora en 2012.

En esta página me interesa especialmente hablar de sus cuentos, sobre todo de los reunidos en Para el fuego, libro que merece ser revisado bajo una nueva luz al cabo de más de tres décadas. ¿Por qué sus cuentos? Porque han sido su laboratorio, la sala de pruebas adonde pondría en marcha buena parte de sus procedimientos innovadores. En ellos ha sabido generar un modo de narrar único, exhuberante, diferente a cualquier otro proyecto narrativo de la región. En este libro ya está prefigurado con todas las letras el autor de Casas enterradas.

¿Qué hay en los cuentos de Carlos Manuel Fernandez Loza, que lo distinguen de los narradores de su generación y de las anteriores en esta tierra?

En primer lugar, lo que hay es estilo, una impronta inconfundible grabada a fuego en cada página. Con un claro aire de Onetti, pero también de Borges. De Borges, pero también de Faulkner. De Faulkner, pero también de Joyce. De Yourcenar y de Beckett. Pero también de Rulfo y los clásicos, ¡cómo no!, infaltables los clásicos y más, mucho más; en su prosa se agolpan nombres y tradiciones muy diversas en un arco que se abre como un horizonte inagotable de la cultura universal.

En segundo lugar, uno de los secretos de su escritura es que hay una puesta en intriga sin relato. Carlos Manuel “pone” entre palabras una historia sin narrar. Lo narrado no está en “la palabra”, sino que se desliza “entre la palabra”. No hay relato en sentido explícito. El relato es en el mejor de los casos una hipótesis de punto final. Un hallazgo trabajoso, un devenir posterior, un después que nunca se consuma, un constructo final que el lector deberá recuperar en una aventura hermenéutica. Como las imágenes de una manta incompleta del telar, se va tejiendo punto a punto entre voces de monólogos y diálogos, coros, epitafios y ecos de ultratumba. El elemento clave aquí es la función narrativa de la voz. El relato se construye con ecos, murmullos, gritos y silencios, aun cuando se esconda en la tercera persona del narrador. La voz como función narrativa no es solo lo que sigue al guion de diálogo. Es la inscripción de lo dicho, el anclaje de las hablas, la subjetivación entrecortada del discurso. Es en este sentido que los cuentos de Para el fuego están hechos de voces.

En tercer lugar su escritura es lacunar, fragmentaria, incompleta. Siempre el guiño, el acertijo, las incógnitas y lagunas, siempre una carta robada, siempre la provocación a la inteligencia del interprete, siempre la invitación a poner el nombre y la acción del nombre, el verbo ausente; la invitación a reconocer el suceso y su víspera, a des-cubrir una sombra que se escurre.

Nombres, incidencias, fechas y lugares que nunca se dicen, los cuentos de Carlos Manuel llevan hasta las últimas consecuencias la doctrina Iceberg de Hemingway: el relato se funda sobre lo latente; lo manifiesto se reduce a una expresión casi irrelevante. Su tempano es un elefante con tan solo una uña por afuera de la superficie. Por eso sus textos no cierran, nos dejan llenos de preguntas, de dudas, de sospechas, de incertidumbres.

Leer los cuentos de Carlos Manuel es sentarse en una mesa de trabajo, es poner la vista en alerta para reconocer señales, no bajar la guardia y buscar el hilo invisible que zurce por detrás de las palabras.

Para el fuego reúne catorce cuentos que podemos reconocer en tres grupos de relatos: Históricos, míticos y urbanos. Fue uno de los primeros escritores en hacer una narrativa urbana, cuando en Santiago el canon de entonces mandaba hacer literatura de una tierra impenetrable.

En el primer grupo encontramos temas irresueltos de la historia de Santiago y del país: La muerte del cabo Paz, la batalla del Pozo de Vargas, las noticias de la guerra de las Malvinas mezcladas con las guerras fratricidas del siglo XIX, el crimen y la sepultura por parte de miembros de una organización, un cuento sobre las oscuras peripecias del cadáver sustraído de Eva Perón, presentado de manera elíptica y confusa.

Los sucesos históricos están aludidos sin nombres ni referencias espacio-temporales, o en la oscuridad de una metáfora críptica. Los nombres propios son deliberadas omisiones. Aparecen solo para asumir una función específica al interior del relato. Sería el caso de “Rosario, Francisca, Malila, Dorotea”, en donde justamente el título juega el exceso como un recurso. O también el de “Vargas”, cuyo nombre evoca a la batalla homónima. De lo contrario, son espacios en blanco, lugares de conjetura.

En el grupo de los míticos encontramos el que da nombre al libro, que re-narra en clave urbana la leyenda de la Telesita y “Oscuridad de los pájaros” que lleva adelante una operación similar con la leyenda del Kakuy.

Y, por último, están los cuentos de temas estrictamente urbanos como “Vida de sapo” o “A ver pasar el tren”, en los que nos damos con semblanzas de seres pintorescos, extraños, lejanos y cercanos a la vez, fugaces, vecinales, entre-caseros, que se muestran en el vertiginoso instante de luz de un destino trágico o absurdo.

Casi por fuera de la clasificación anterior, “Escribir un hombre” sería una historia que navega las fronteras difusas entre lo real y lo fantástico, en esa línea borgeana del soñador soñado o el escritor escrito, a la manera de las “Ruinas circulares”.

Para el fuego es un libro que no termina con la última página. Nos deja un colofón que remite a la obra póstuma El lugar y la hora del año 2012, lado oculto del mismo Iceberg.

Estamos en este caso ante un libro que combina once poemas y ocho cuentos, todos inéditos o publicados en revistas y diarios de la región. La compilación y ordenamiento de estas páginas perdidas ha estado a cargo de Olga Astudillo, su compañera de caminos.

Los cuentos que aquí salen a la luz son esfuerzos experimentales a los que ya nos tenía habituado en Para el fuego, en los que intenta reconstruir sentidos presentes en nuestras tradiciones regionales, pero también presentes en la historia universal. Su enunciación es la misma: indirecta, elusiva, fragmentaria, una trama que se teje con los hilvanes que pone el lector. Sus historias van y vienen en espacios y tiempos –físicos y simbólicos– , lugares y horas, tan próximos como distantes.

Un irresuelto conflicto en un obraje entretejido de creencias santiagueñas como San Esteban, El Carvallito, San Gil; el conjuro del azar para la salvación; el amor, siempre la melancolía del amor; un suicidio precipitado entre oficios de fecha patria; el trabajo de la memoria; las exequias de la historia.

Lo innovador se manifiesta –una vez más– en el uso del lenguaje, que conjuga giros de oralidad con cultismos y evocaciones literarias, en procedimientos de enunciación a través de voces anónimas como Coros y Madrigales, en el fraseo desmelenado, en saltos en los puntos de vistas, en la expresa omisión de datos y acciones que son esenciales a la construcción de la trama, para convocar al lector a una pesquisa interminable.

Alguna vez he escrito a propósito de El lugar y la hora que era un acto de justicia la publicación de aquellos inéditos. Que era un acto de amor, leerlos. Y que era un acto de fe escuchar sus templadas sonoridades. Hoy cierro estas páginas con palabras de Walter Benjamin que acaso le quepan mejor que a nadie: “el narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la llama de su vida”.

Una vida Para el fuego.

L. C.

Nota publicada en Revista La Papa en el mes de Mayo de 2021

lunes, 23 de noviembre de 2020

Cuando la luz se vuelve sentido. A propósito de las fotos de Mario Carbone

 

“Manuel: préstame tu caballito de palo para ir al otro lado de este lado. 

La realidad es más real en blanco y negro”.

Octavio Paz, Cara al tiempo 



 Formas arbitrarias, luces en contraste, figuras geométricas, sombras, reflejos, simetrías y desbordes, las fotos de Mario Carbone son una conversación íntima con la ciudad, con la ciudad que se sobrepone a los estragos del tiempo, con la ciudad eterna: Roma. El ojo conversa con la luz. La luz se vuelve sentido. Susurros en degradé.

El ojo inventa a Roma y Roma inventa un ojo para encontrarse.

Hablamos de fotos, esa posibilidad humana de “hacer ser” algo a través de la imagen que perdura. Como la ciudad de Roma, una fotografía no es más que una lucha contra el tiempo y sus estragos.

En el sentido común está instalada la idea de que la fotografía es un instrumento de documentación y que su fin es una reduplicación de la realidad. Esto es así solo dentro de ciertos y reducidos límites. La foto documental se cancela a sí misma como foto. Es un instrumento para un expediente o un sucedáneo de la memoria.

La fotografía, en cambio, alcanza estatus artístico, cuando se vuelve sobre sí misma y abandona toda mediación externa. Es la imagen como fin en sí. No sirve para nada. O mejor dicho, solo se sirve a sí misma.

Una fotografía hecha para ser ella misma es una construcción autónoma de sentido. Es la instalación de un mundo más verdadero que el de la “simple vista”. No es una mera reproducción. Es genuina producción, creación, com-posición. O, más precisamente, un “poner la vista en obra”, com-poner con la vista. Por eso Roma es más Roma en las fotos de Mario que en cualquier recorrido por la ciudad.

Los objetos, los paisajes, los rostros y los edificios se vuelven "texturas", inmovilidades del tiempo, segmentaciones del espacio, urdimbres de sentido. Bicicletas y motonetas, edificios históricos y modernos, cuerpos en movimiento, humanidad en los márgenes, plazas, fuentes, monumentos; todo se vuelve un parpadeo de la ciudad milenaria. El tiempo sedimenta y se precipita en el instante de la fijación del sentido.

Los verdes fosforecen, los rojos estallan como brasas atizadas, los grises se melancolizan. El color es una celebración. Siempre vuelve en una renovada promesa. Se hace y se deshace en cada toma, es y no es el mismo; y en ese ser y no ser se vuelve mundo.

La luz juega. Los objetos se transforman en reflejos y los reflejos se cosifican.

Las fotos hablan. Hablan un lenguaje de visiones, una sintaxis de destellos.

¿De qué hablan las fotos? Hablan del pasado y sus voces de piedra, de la soledad de millones de habitantes de una ciudad de multitudes, del amor desesperado y de la muerte en acechanza. Hablan de lo que habla toda poesía. Aquello innombrable que pide redención en la palabra.

La basílica Santa María Maggiore en una perspectiva que burla su falsa simetría; la  geometría de un portón bajo relieve; el contraste entre un coliseo desmonumentalizado, como un asomo lejano y entre sombras, con una silueta humana solitaria, efímera, insignificante; una vieja escalera tornasolada por efectos oníricos de la luz; son todas imágenes que sorprenden las expectativas de la simple-vista.

Habla la ciudad. Dice las posibilidades e imposibilidades de la experiencia humana. Las fotos de Mario Carbone nos muestran que hay otro mundo que excede el de la “simple vista”. Porque ver es reducir. Fotografiar es ensanchar, multiplicar posibilidades de mundo. 


Aunque Mario diga que “la vera fotografía non esiste”, existe la verdad "en" las fotos, como un acontecer inmanente. 
La imagen tiene un potencial heurístico que pone luz en las zonas ciegas de nuestra experiencia del mundo. Una foto -incluso digital- tiene un revelado, un descorrimiento del velo que la “simple vista” pone por delante. Por eso el a-sombro. Hay algo en la foto que sale de las sombras.

Las fotos invitan y nos hacen parte de un juego, un gran juego de opacidades y de transparencias, de gradaciones y de formas que ponen en presencia algo que el simple-visualismo no registra. Somos parte. Nuestros ojos juegan. Estamos invitados a descubrir/proponer significaciones a esos alumbramientos. Estamos invitados a esa conversación. Con-versar es encontrarnos en la palabra/imagen. Es un llamado a sumar sentido y contribuir a su puesta en obra.

Estamos invitados. Roma nos espera.

La Roma de Carbone es otra ciudad, fuera de todos los circuitos visibles de este mundo.


L, C. 

martes, 27 de octubre de 2020

Algo que sucede hacia adentro. Notas a Cruzar el Infiernillo de Pablo Donzelli

 

La primera vez que pasé por el Infiernillo, sentí que andaba en el medio de un paisaje de otro planeta. Las visiones con que nos encontramos no son de este mundo. Una luz entre ocre y naranja se derrama sobre las piedras, de formas y texturas insurgentes. Cumbres y valles que se precipitan en caída. Cornisas y balcones a la nada. Cardos de altura que “rascan” un cielo inalcanzable, de una obscena transparencia. Ausencia de huellas humanas. Más que un paisaje que encontramos al frente, es algo que sucede hacia adentro. Una visión de las almas trashumantes.

Esa visión de almas trashumantes se vuelve relato en la novela de Pablo Donzelli Pasar el infiernillo, que recoge las alucinantes sugestiones de este rincón perdido del mundo.

Es una novela de búsqueda. En una alquimia impensable, conjuga elementos existencialistas, surrealistas o de un realismo casi mágico, que se queda deliberadamente en amague; también elementos de parodia y de literatura del absurdo.

Es la novela de un viaje. Un viaje de diez días hacia la espesura de los Valles, emprendido por Camilo, hombre que ha sufrido una separación dolorosa de la que nada se sabe. Un viaje de sentido purificatorio, con el que el personaje intenta un rescate existencial. Eso es todo.

Desde el comienzo hasta el fin, el relato es puro movimiento; un desplazamiento interminable que finaliza con una carrera grotesca al son de una música triunfal de película de Hollywood. El desplazamiento se produce sin ninguna referencia geográfica. Sin embargo, los espacios están descriptos con rigor y detalle. Quienes conocemos Tucumán, adivinamos un itinerario desde el centro de la ciudad hasta el otro lado del Infiernillo, pasando por el llano, la selva, las cumbres y los valles. El título es portador del único toponímico que encontramos en la novela. No hay un solo nombre de lugar, de calle ni de pueblo. La ausencia de referencias geográficas vuelve oníricos los ambientes y abre señales dinámicas para extrapolar el escenario hacia cualquier punto del planeta.

Un viaje. No sabemos de dónde ni hacia dónde. Eso es todo.

¿Cuál es el significado de ese viaje? ¿Qué sentido tiene un viaje, cuando se ignora, no solo el recorrido, sino, sobre todo, el origen y el destino?

Como todo texto narrativo, Pasar el Infiernillo articula una constelación simbólica abierta, susceptible de diversas interpretaciones.

Entre las muchas otras posibles, propongo dos miradas complementarias.

Por un lado, se trata de una Divina comedia invertida. Como Dante, Camilo llevará adelante una travesía por el infierno. Digo que es una Divina comedia invertida porque en lugar de un camino descendente -como la topografía del infierno dantesco- nos descubrimos en un ascenso de los llanos a los cerros; es decir, un infierno ascendente. La verticalidad del desplazamiento juega en dirección inversa. Al infierno se baja, al Infiernillo se sube. En lugar de los nueve círculos, el merodeo transcurre a lo largo de diez días. La compañía de un Virgilio, va a ser reemplazada por múltiples “maestros-guías” que salen al paso en ese camino escabroso. En lugar de ir hacia Beatriz como destino final del recorrido, Camilo vuelve de ella, como el que huye del dolor. Huye de una Beatriz sin nombre, sin ningún rasgo identitario, -ni siquiera sabemos si es una mujer-; una “ella” a secas que puede ser cualquiera, causante de las marcas a fuego en su corazón y que, una y otra vez lo asalta en el sueño de cada noche, para hacerle saber que aún no ha pasado el “Infiernillo”.

“Los que entráis, dejad toda esperanza”, dice la comedia de Dante. “Aquí los que vienen son los castigados”, le dice a Camilo un funcionario de ese abismo vertical.

El Infiernillo infierna y nuestro viajero, igual que el florentino, es un visitante que llega sin condena o, como los hombres de Kafka, sin saber de su condena. Por eso dice “que yo sepa no me mandé ninguna” y “solo vine porque el camino pasaba por acá”.

Camilo es un alma que no sabe de sí. Está llamada a ser aprendiz. Los habitantes de este infierno han encontrado una sabiduría para tramitar su desdicha y se la enseñan como claves secretas. Se trata de aprender sus lecciones y devolverles con amor “El amor le salía a borbotones de su ser. Hacia el viejo, a Luz, a los mellizos que no le quisieron pegar, a la señora amable que le había convidado un guiso hasta con duraznos, al barrendero de la tuerca, a los cuidadores del cielo y el infierno, a los de la Logia de Corazones Rotos, a Adriano el trapecista, al vendedor de hierbas, a la familia que estaba por hacerle una pieza al hijo, al árbol que le convidaba con su sombra, a un perro que pasaba por ahí y al muchacho que le prestó el monociclo”. Esta enumeración es la versión renovada de un Virgilio fragmentado y plural que le enseña cómo pasar el Infiernillo. Hay un solo modo. El infiernillo se pasa con amor.

Por otro lado, se trata de un viaje interior. Cuando una vida se descubre despojada de aquel centro que le daba sentido, el viaje es la búsqueda de un nuevo centro de irradiación. Se trata de una indagación en las profundidades donde habita el sentido. El Infiernillo y los Valles son una gran metáfora de la subjetividad humana, de sus repliegues y dobleces, de las peripecias del duelo que trabajosamente tramita su resolución. Es el viaje por el territorio del duelo, de la pérdida, de lo irreparable.

La novela está escrita en un lenguaje despojado, objetivo, cinematográfico. No hay alusiones directas a estados interiores –con excepción de referencias mínimas-, aunque sí logra la creación de un clima de angustia onírica, mediante la puesta en intriga de situaciones de excepción al principio de realidad. Se relatan escenas no aceptables en las convenciones que manda la realidad, pero que se asimilan sin conflicto en la lectura, porque entran y salen sin sobresaltos, como el viejo que aparece y desaparece en una silla, como un fantasma.

Cruzar el infiernillo es una invitación a pensarnos en nuestras fragilidades y limitaciones, en nuestra condición de seres expuestos a las contingencias del tiempo, a lo irreversible, a la precariedad del humano acontecer, a la pérdida y a la elaboración de la pérdida. No es un relato de esparcimiento. Se trata de una historia interpelante, que nos moviliza hacia un territorio sin certezas. Es una lectura incómoda. Una lectura que nos devuelve a nuestras preguntas primordiales. Un viaje interior, un viaje escatológico, un viaje hacia ningún lugar. Como decía al comienzo, el Infiernillo es algo que sucede hacia adentro.

L. C. 


miércoles, 26 de agosto de 2020

Monólogo Dual

 


Soy dual.

Soy Dual-de.

Digo lo que pienso.

Soy Dual-

de decir “el que puso dólares, etcetera”.

Y pensar  “el que puso dólares, la concha de… ”.

Soy Dual

de decir lo que pienso.

Pienso lo que digo.

Soy Duhal

-de alguien que me piensa y me dice lo que digo.

Alguien me piensa.

Digo lo que alguien me piensa.

En mi dualidad.

El pensamiento me excede, me piensa, me dice lo que digo.

Clarín clarea, ergo cogito.

Soy Duhal-de.

Digo democracia, las pelotas.

Alguien me dice democracia las pelotas

y entonces yo digo democracia, elecciones, las pelotas

Las pelotas,

ridículo,

la pandemia.

Eso digo.

Exitosa-mente condenados, nos gusta el peloteo,

Por eso digo democracia, la pelotas.

Soy Duhal-

de Alguien que piensa lo que digo.

Los que piensan lo que digo,

piensan que es lo mejor decir lo que digo

y que es mejor pensar lo que pienso.

Esa es la Dualidad,

la Duhal-deidad.

Lo mejor para ellos,

para la posteridad y para todos los habitantes del mundo,

menos los desarrapados

los que raspan la olla.

Soy Duhal-de y digo lo que digo.

Digo.

Las pelotas;

siempre más,

más.

Nunca nunca.

Para nosotros, para la posteridad.



                                             L. C.


lunes, 10 de agosto de 2020

A las dieciocho

 

A las dieciocho  te cuelgas en la percha, como el saco del que vuelve de la noche y ya no encuentra el cuerpo que abrigaba.

A las dieciocho hundes tu cabeza en la leche fria de tus pensamientos, como un avestruz desplumado a balazos por el viento de agosto.

A las dieciocho se te viene encima la falsa medianoche de catorce horas que te separan de la pura posibilidad de ser distancia.

A las dieciocho los planetas se desnucan y vos ya no puedes distinguir la cruz de sal entre cielos que se han hecho humo de canabis.

A las dieciocho nace Gregorio Samsa debajo de tu cama, en medio de un desparramo de patas de cucaracha.

A las dieciocho te sacas la armadura de Quijote venido a menos, porque descubres que los molinos de viento son solo molinos de tiempo.

A las dieciocho cae la tarde al fondo de una botella vacía a la que ya no puedes ordeñar.

A las dieciocho corretean entre tus sabanas los hombrecitos innombrables de El jardín de las delicias.

A las dieciocho el mundo vuelve a ser lo que ha sido siempre: calabaza anmohecida y, dios, el gato mestizo del tejado.

A las dios-y-ocho te quedas a la mierda.

Dios y ocho veces a la mierda.

En punto.

 

 

L. C.

 


lunes, 27 de julio de 2020

Gombrowicz y la cosa que se nombra





A raíz de haber escrito un texto sobre los días de Gombrowicz en Santiago, he tenido ocasión de contactarme con cierto círculo de lectores, traductores e intérpretes de Gombrowicz. Y a propósito digo Gombrowicz y no digo  la “obra de Gombrowicz”. Porque lo que se lee, traduce e interpreta es algo que excede una obra literaria y que a la vez no deja de ser literatura.


Me ha surgido, entonces, una pregunta. ¿Qué es Gombrowicz para nosotros, lectores, que intercambiamos claves de lectura, cribas de análisis y modos de construcción de significados? Mi pregunta no es por el hombre que fue Gombrowicz. No es una pregunta por un quién. Mi pregunta es por un qué. Dicho de otro modo, ¿qué cosa se nombra en estas hermenéuticas  cuando se dice la palabra Gombrowicz? O, para decirlo con los filósofos del lenguaje, ¿cuál es la referencia del signo lingüístico Gombrowicz, en los discursos de ciertos lectores de culto?

Empiezo por lo más fácil: decir lo que no es.
Gombrowicz, no es un “nombre de autor” a lo Foucault, cuando anuncia la muerte del autor y la instauración del nombre como etiqueta clasificatoria e interpretativa.
Gombrowicz tampoco es un ser en el mundo histórico-concreto del que haya que dar cuentas en un discurso histórico-biográfico.
Gombrowicz no es un corpus de obra.
Gombrowicz no es un diario.
Nada de esto es lo que nombramos cuando decimos Gombrowicz, pero al mismo, nada deja de serlo.
Vuelvo a mi pregunta, ¿qué es eso que llamamos Gombrowicz? ¿Qué cosa está nombrada por esa voz que desencaja la fonética de los hablantes hispanos?

Ensayo una hipótesis. Gombrowicz no es más que el nombre de un texto. Un único texto. Un texto unitario, abarcador, creciente, que se expande de manera ilimitada. Un texto fascinante, escandaloso y provocador  que ha seducido a lectores de generaciones y latitudes de lo más dispares. Un texto que se legitima como tal en su Diario, pero que lo desborda  por lejos, en una deriva por territorios inexplorados como Kronos y otros escritos casi desconocidos. Un texto abierto, que crece página tras página, que se enriquece de otros y que tiene la aptitud de sumar voces. Las voces que lo han rodeado, las que lo han sucedido, las que lo recuerdan y las que sin haberlo conocido lo interpelamos. Voces que, por consiguiente,  lo nutren en una dinámica permanente.

Siempre me ha llamado la atención que cuando se habla de Gombrowicz, no se habla -o se habla pocode una obra en especial. No ecomún el abordaje focalizado, el análisis de cada texto autónomo, desconectado de  referencias a una totalidad superior que organiza el sentido de las partes.
El análisis siempre desborda el texto. Siempre. Porque en realidad cada obra no es más que un enunciado que compone e integra un texto superior, del que es un significante. Siempre los textos juegan relación con “algo” que se llama Witold Gombrowicz, que está por encima y más allá de cualquier enunciación. 

Alguien se sentiría tentado de categorizar a esta cosa que llamamos Gombrowicz como un “mito”. No me gusta como categoría, al menos para este caso, y creo que no ayuda a pensar. Un mito se construye sobre la base de creencias y emociones colectivas. Un mito tiende a generar tensiones con lo que llamamos realidad.
La cosa que llamamos Gombrowicz es un texto casi evanescente, pero que tiene la solidez de lo real. Lo digo con Fernando Pessoa: “real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta”. Es un relato rigurosamente documentado. Cartas, papeles, diarios, testimonios orales, fotografías y memorias, dan cuentas de su “dureza” como realidad .
En el pliegue entre ficción y realidad, más del lado de la ficción, en ciertos momentos; documentado con rigor científico, en otros; entre las palabras y las cosas, Gombrowicz es un relato ordenador que integra el caos y la dispersión de una obra que excede las convenciones y cuya impronta es justamente el estallido de las formas. Un relato abierto, inacabado, inesencial, inmaduro. Un relato que a la vez nunca es el mismo y que siempre lleva las marcas de una identidad reconocible. Lo gombrowicziano existe,  pero a la vez es inasible. Es un texto que se narra y se re narra sin nunca encontrar la forma.

La cosa que llamamos Gombrowicz no es la biografía, ni la persona ni el personaje ni la obra.
La cosa que llamamos Gombrowicz es una estratificación de capas de sentido que se superponen, se entrecruzan, se bifurcan y se ladean, sin que ninguna llegase a ser fundante o esencial.
Texto -ni siquiera es necesario recordarlo- significa textura, tejido. Eso es Gombrowicz: un tejido, una urdimbre, un relato. El relato de algo que flota libre entre aguas que fluyen de uno a otro de sus libros.  
Y -ahora puedo verlo- es esa la fascinación que despierta en sus lectores, porque es un relato incompleto y abierto que invita a seguir la narración, a ser parte, a sumar una voz a un concierto disonante.  
Entonces, de nuevo la pregunta, ¿qué es esa cosa que llamamos Witold Gombrowicz?
Ahora sí, voy a darme el gusto al fin, voy a responder de manera categórica, insolente, gombrowicziana. Witold Gombrowicz es un invento de los argentinos. 
Un relato de los argentinos que ha dado vuelta el mundo y que ahora es de todos los lectores de la tierra.  


L. C. 

sábado, 13 de junio de 2020

Mientras escribo. Hechizos, fetiches y manías a la hora de escribir



Busco un artista que quiera pintar mi máquina de escribir. Como Sam Messer que pintó la Olympia de Paul Auster. No tengo una Olympia y no soy el autor de La ciudad de cristal, ni mucho menos. Soy apenas -y a mucha honra- un poeta menor de la antología, pero tengo mi maquina de escribir. En este caso es una Dell, una Dell Inspiron 1525. Claro, alguien va a decir que no es una maquina de escribir, que es una Laptop. Bueno, para mí ha sido siempre una máquina de escribir, un artefacto algo más moderno, algo mas sofisticado que la Olympia de Auster, pero una máquina al fin.
Busco un artista, un pintor para mi portátil.
La tengo hace doce años. Un regalo con mucho sacrificio de mi mujer y mis hijos, para mi cumpleaños del año 2008. En ella he escrito la totalidad de mi parca producción.
Y antes, ¿no escribía acaso? Sí, claro que si, escribo desde que puedo, pero la llegada de esa máquina ha producido un giro milagroso, que ha llevado mis textos olvidables al territorio del perdón. Con ella he pasado a la categoría de escritor “perdonable”, y eso en sí ya es un milagro.
Busco un artista, un pintor. Puede ser un fotógrafo, también.
He empezado a escribir en mi juventud en una Olivetti Lexicón 80, que era de mi viejo y la conservo todavía como una reliquia que sigue invitando a darle a sus teclas. Una enorme maquina de carro, que en esa época tenia una tipografía perfecta, impecable. No sé si conservo alguna página de aquel tipeado. Alguna debe andar por ahí.
Después he seguido con una Casio eléctrica, que me ha servido de muy poco, más que todo para notas y tediosos documentos, que no le interesan a nadie. Y después ya estábamos en la era de las PC de escritorio y el procesador de textos.
¿Y la lapicera?
Bueno, nunca he tenido una Mont Blanc como Bioy Casares, pero tampoco han faltado en mi escritorio las Bic negras o las Silvapen y en el mejor de los casos alguna Parker de regalo. La lapicera es el sistema alternativo que sale a la escena cuando todo se derrumba. Acompaña, nunca abandona y no necesita de encendido.
Pero quiero volver a la Dell. Desde el día que la he recibido, algo ha cambiado. Después de pensarlo mucho, creo saber lo que ha pasado con la llegada de esta compañera. Antes escribía textos infinitos, literalmente. Escritos que no tenían conclusión. Estaban en un largo proceso que se dilataba indefinidamente, a lo Kafka. Nunca, pero nunca llegaban a la versión final. Ya sé, ¡cómo no!, es una fatalidad generalizada en la literatura, la corrección infinita. Pero la condición inconclusa de los textos escritos en la era previa a esta máquina, no ha sido un problema de corrección. El problema ha sido más bien que no tenían cierre como textos. Eran en general proyectos con distintos niveles de avance, pero proyectos al fin, no cerraban. El milagro ha sido que, con la irrupción de la Dell, los textos empezaban a cerrar. Precaria y laboriosamente, pero cerraban. Viejos y desprolijos borradores, se volvían versiones finales para imprenta. Con erratas invisibles e interminables revisiones, pero cerraban. Desde entonces he escrito una decena de libros y he sentido algo parecido a la felicidad, pero distinto.
La materia, sin embargo, está expuesta al devenir y la corrupción. Al cabo de los años, la vieja Dell iba a empezar a mostrar sus fallas, el desgaste de sus fierros, la falta de irrigación digital, achaques propios de la edad. Entonces he tenido que comprar otra, porque había tareas que se volvían imposibles. Otra Dell, claro.
Pero no. Esta era distinta. La máquina sustituta -técnicamente muy superior, por lejos-, aunque parezca mentira, no producía los mismos efectos. Y cuando escribía me parecía retroceder en el tiempo. Y entonces, en el momento menos pensado, me descubría de nuevo escribiendo en la vieja máquina, que todavía estaba, ya con problemas serios de retraso, pero escribía, siempre escribía. Hasta que volví definitivamente a ella. El nuevo artefacto pasó a ser patrimonio de mis hijos, que supieron sacar provecho mejor que yo de su superioridad tecnológica. Yo seguía con la Dell. A muerte.
Una vez entraron a robar en casa. Se llevaron todos los objetos de cierto valor, que no eran muchos; entre ellos, aquella maquina fatigada, cuyo única cotización era testimonial e intrasferible. Me acuerdo que pasó algo curioso. En su huida en moto con el botín, al ladrón se le cayó la maquina por el camino. Y pude recuperarla. A ella le quedó una cicatriz para siempre, por el golpe, pero ha seguido funcionando. Aun tratando de conjurar todo pensamiento mágico, todo fetichismo, es inevitable pensar que ha sido ella misma la que se ha dejado voltear. Había en sus entrañas mucha literatura pendiente, y no ha querido dejarme en banda.
Con el tiempo llegarían otros dispositivos que iban a convivir con ella, ya que, por edad, cada vez eran menos los servicios que podía prestar. Pero siempre estaba ahí y, cuando las papas queman, había que prenderla y dejarla trabajar, para mejorar lo inmejorable.
Hasta que llegaría el día en que declinarían del todo sus circuitos. Un problema de encendido, que ya los técnicos no encontraban solución, ni la justificaban. Es un bien obsoleto. No tiene caso. Decían los expertos.
Tengo que reconocer que desde entonces prácticamente no he podido escribir. Después de deambular meses en una incorregible melancolía literaria, sucedería un milagro. Algún iluminado del Olimpo consiguió devolverle la vida. La vieja Dell encendió y sentí que yo mismo me encendía nuevamente.
Ahora siento la tranquilidad y el respaldo, de aquella vieja compañera.
Por supuesto, es como el anciano de la tribu. Solo voy hacia ella, cuando los otros caminos están cortados. Está muy delicada. Su fatigada memoria solo puede retener lo esencial y siempre con resguardo fuera de sí. Además, en su teclado no funciona la letra Ka. Nada menos que la letra Ka. ¿Cómo es posible escribir en la Argentina con un teclado que no tiene activa la letra Ka? Con las infaltables referencias a Kafka, que están incluso en esta nota, y con la significación simbólica de esta inicial en la cultura política de nuestro país. Bueno, con muchos rodeos le he encontrado la vuelta y entonces nunca faltan las Kas (con sus antis y sus ultras) en el orden ideologico-conceptual de los textos.
Los hechizos, fetiches y manías, resultan imprescindibles a la ahora de escribir. Ordenan, motivan y dan sentido, cuando la tarea empieza a perder sentido. En mi caso, he tenido una experiencia iluminada con esta máquina y hasta me animo a pensar que ha venido ya con una literatura preconcebida en su disco interno. La máquina traía consigo una obra que solo necesitaba eso que Foucault llama un nombre de autor. ¿Un milagro? Ponele.
Hay algo, sin embargo, que me preocupa. ¿Hasta cuando va a mantener el resto de vida que le queda? ¿Cuánto más voy a escribir en sus teclas gastadas? ¿Qué voy a hacer cuando se apague para siempre? ¿Será el fin de una obra? ¿El silencio, definitivo y total?
Solo puedo esperar que me acompañe un tiempo limitado. Ojalá pueda en ese tiempo aprovechar al máximo su hechizo, sacarle toda la letra que le queda adentro y después dejarme llevar por lo que tenga que venir. Así tenga que ser el silencio.



L. C. 

domingo, 26 de abril de 2020

Ni cenizas ni gloria (novela inédita, fragmento)


1

Voy a contar la historia de una vieja fotografía. Blanco y negro, la foto. Cargada de voces, contrastes grises entre años y distancias.
Imaginate. Parece una películaEstán los siete. Ahí, juntos, las armas en alto. Hasta parecen actores de cine, fíjate vos.
Imaginate. Seis de revólver; el sétimo, con un arma de culata en cada brazo. Detrás, la locomotora. 
Quiere decir que los tipos se habían fotografiado en la estación de trenes. De Frías o de Choya, y delante de todo el mundo. Imaginate. Felices, heroicos, dueños del destino. De gesto solemne, eso sí, se muestran en una pose almidonada que delata la ingenuidad de sus afanes.
Imaginate (no puedo decir esta palabra sin escuchar la voz de mi viejo, che). En ese tiempo no había cámaras portátiles. 
Quiere decir que habían llamado a un fotógrafo de estudio, que bien pudiera haber venido desde San Fernando.
Que la foto había sido tomada con una de esas cajas de caballete. 
Que sin dudas era una escena montada, a la vista de todos, como un rodaje, un gran rodaje de tiros y bandidos.
También significa que era un instante solemne, memorable, que merecía la fijación en la posteridad del retrato. Se respira un aire festivo, celebrativo, en todo caso auspicioso. 
Imaginate. Parece que llovía. Parece que llovía porque los tipos están todos de pilotos o abrigos largos. Los tipos están todos de pilotos o abrigos largos y la foto turbia, brumosa, onírica, como un día gris, de sol ausente.
Imaginate. De izquierda a derecha, en un día gris de sol ausente: El primero, don Victoriano Gómez, sombrero y frondosos bigotes, bien de época. Revolver en mano derecha, la punta del cañón arriba. Puro orgullo, don Victoriano. El que le sigue de izquierda a derecha es Tadeo, Tadeo Espeche; después don Adelaido Brizuela, con gesto desapacible; Félix Espeche en el centro de ese día gris de sol ausente, dominando la escena, con los ojos fijos en la lente de la cámara, punto de fuga de todas esas voluntades desenfrenadas. A su lado, Arsenio y José Gervasio Brizuela, siempre de anteojos José Gervasio. En la punta derecha, el alfil que custodia a la reina: el Coronel Hermenegildo Espeche con la ametralladora, el fusil al hombro y gesto circunspecto. 
¡Tantas veces me he preguntado por esa escena! ¿Qué esperaban, al fin? ¿Qué es lo que pretendían de esa aventura sin nombre? ¿Una promesa cierta, posible, razonable? Y si no era cierta, posible ni razonable, ¿qué era? ¿La vana pretensión de legitimar un gesto para una lejana posteridad, el anhelo de dejar plasmados los trazos de un sueño delirante? ¿Cuánto ponían en juego esas almas en ciernes? ¿Cuál era su apuesta?
Imaginate. Del otro lado había una inscripción inverosímil, en una caligrafía larga, estirada hacia adelante, regular: “República de Choya, 1921”.

L. C.